Ahora que estamos en plena época de Carnavales, me viene a la mente, de forma irremediable, el recuerdo de cómo conocí a Casandra. Aún hoy se me hace bastante doloroso el exponer tales fragmentos de memoria. No obstante, y con motivo de un justo exorcismo de mis demonios, haré un esfuerzo:
Este era el cuadro: yo disfrazado de soldado árabe, con todos los complementos necesarios tales como mi turbante, mi espada con forma de luna, los anillos con grandes piedras de colores aprisionando mis dedos, los ropajes anchos de colores verdes y azulados. Me encontraba en medio de decenas de personas que se agolpaban en bailes sensuales al son de la música superficial de aquellos tres ridículos cantantes, vestidos como camareros y con coreografías bastante simplonas. La música era un murmullo para mis oídos, todas esas personas eran caras desconocidas, todas esas chicas eran oasis inalcanzables de mi particular desierto interno. Nunca nadie se sintió tan solo estando tan acompañado. Pocas personas me podrán comprender.
Eran los carnavales de hace cinco años y se suponía que debía de estar feliz, debía pasármelo en grande. Salí de aquel cúmulo de gente “feliz” y me perdí por los callejones anexos, lugar de adolescentes borrachos e irremediable cementerio de botellas vacías. Entré en la plaza, donde no había nadie, un lugar virgen que no había sido arrasado por los vómitos ni por los charcos de cerveza. Sus ojos se posaron rápidamente sobre los míos. Casualmente estaba vestida como una hermosa doncella árabe. Su pelo mágicamente negro contrastaba con el rosado claro de su velo y el resto de su disfraz. Su cara era dulce, al igual que su sonrisa, algo que no contemplaría hasta minutos después, ya que en ese instante sus enormes ojos azules respiraban tristeza.
- Cinco más como tú y ya tengo mi harén.- Le dije, sentándome a su lado.
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