viernes, 1 de febrero de 2008

Hot Wheel!!!


Y nada, estaba yo a mi bola, conduciendo hacia mi trabajo (nada, hace escasos minutos), yendo por el pueblo de Tías (sí, voy a Puerto del Carmen por Tías ¿pasa algo? ¿eh?), cuando, al pasar por la rotonda de la salida del pueblo, siento como el culo del coche se me va hacia la derecha. Fue como si hubiese deslizado en un charco helado. Corrijo la trayectoria, un tanto mosqueado, y sigo bajando por la inclinada carretera. Inocente de mí, dejo divagar mis pensamientos, olvidándome un poco de aquel suceso. Cuando, de pronto, el coche comienza a vibrar. A tal vibración le acompaña un sonido bastante peculiar. Bajo el volumen de la música, acallando un poco a los Sneaper Pimps y su temazo “6 underground”. No hay duda, la rueda trasera se ha jodido. Damn it!

El coche parece empezar a imitar a un helicóptero. “¿Será mi ford escort, en realidad, un autobot?”. Sacudo esa idea de la cabeza. No soy Shia Lob... Laba... Leb... Shia LeaBeouf (ni mi padre es Indiana Jones, ojo). Trequetrequetrequetreque... Así era la banda sonora que adornaba la tensa situación. Intento buscar un sitio por donde pararme, pero aún no hay nada a la vista, a no ser que quiera salirme de la carretera y aterrizar sobre una orgía de aulagas. Continúo, paso la siguiente rotonda, esa que está cerca de Hospiten. Continúo. Recuerdo que, tras un trecho más de carretera, está la rotonda donde la policía suele ponerse para, entre otras cosas, joder vivo a todo el que no lleve el cinturón puesto. “Tengo que llegar... tengo que llegar...”



Me tuve que poner este precioso modelito.

Y llegué. Aparqué el coche en un aparcamiento cerca de la rotonda. Los coches iban pasando, contemplando mi humillación. Me pongo el chaleco reflectante, ese de color amarillo fluorescente. Me siento como uno de los pandilleros cantosos de “Batman Forever”... Me inclino ante la rueda trasera de la derecha.


Ésta fue mi cara, nada más ver la rueda.

Está más rajada que los calzoncillos de Espinete. Madre del amor hermosa... No sé qué sentir, si asombro ante tal hazaña, lástima por mi estimada compañera de caucho, o indignación ante la idea de desembolsar pasta por una nueva rueda. La toco y me quemo el dedo.

- ¡Hosssstia...!

Pues nada, cambié la rueda y tal. Cuando vi el corte, en su glorioso esplendor, es decir, con la rueda ya descansando sobre el pavimento, observé lo que parecía un corte en redondo, como si hubiese intentado abrirla con un abrelatas de medio metro. De su interior, al ponerla en otra posición, se cae lo que parece un montículo negro de tierrilla. No, es la goma de la rueda, triturada. Manda huevos.



Cambiar ruedas: un verbo que debería ser erradicado.

Pongo la otra rueda, como ya dije, y me voy con el coche hacia el supermercado más cercano, en busca de algún refresco para llevarme a la árida garganta. Se me ha olvidado quitarme el chaleco reflectante, todos me miran al pasar por los pasillos. La cajera, cobrándome la lata en cuestión, no deja de mirar hacia el amarillo fosforito que desprendo. Es equivalente a un mosquito atraído por una bombilla, he de suponer. Para más cachondeo, en el hilo musical del supermercado escucho una canción de Alex Lumbago... estoooo, Alex Ubago: “...la vida es una rueda que nunca frena...”

En fin...

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